Soy adicta a los abrazos. Estoy enganchada a ellos. Son mi
droga. Me provocan subidones, me dan marcha, me evaden, me calman, hacen que me
olvide de lo feo, hacen que vea el mundo de colores… Y si paso un día sin
recibir-dar uno, me entra mono. Entonces me meto en la cama y abrazo la
almohada. Eso es raro que pase porque tengo la fortuna de vivir rodeada de
seres que me dan afecto. Personas y bichos.
Hay días que me encierro en mi isla y no me cruzo con ningún
humano, pero esos días no me falta mi dosis de abrazos. Tengo incluso
sobredosis. Mis perros y caballos son verdaderos maestros de los abrazos. Los
perros me envuelven con sus patas o directamente se me tiran encima, en plancha.
Las yeguas y mula colocan su cabeza en mi pecho o enroscan su cuello alrededor
de mi cuerpo. Y, entonces, yo me derrito. Me hago un charco.
Te voy a confesar una cosa soy adicta a los abrazos desde que conocí a la persona que da los
mejores abrazos del mundo. Está
ergonómicamente diseñada para dar abrazos. Tiene unos brazos muy largos, capaces de envolver cualquier cuerpo.
Brazos suaves y calentitos. Te rodea con ellos y el tiempo se para. Todo
desaparece. Sólo existe ese lugar en el mundo. Te abraza cuando llegas, cuando
te vas. Cuando menos te lo esperas va y te hace un lazo con sus brazos. Es mi
Yeni –nombre en clave-. Con el tiempo he descubierto que el Arte de dar Abrazos
le viene de familia. Es genético. La madre, las hermanas, hermano, cuñado, sobrinos y hasta
perros dan unos abrazos de esos que si no fijas bien las piernas en la tierra
cuando te sueltan, te caes al suelo.
Creo que he
desarrollado un don desde que empecé a coleccionar abrazos: atraigo a personas expertas en abrazos. Tengo una amiga
que da abrazos osito de peluche. Son suavecitos y achuchables. Otra, que cuando te suelta crees que te has tomado un
Redbull, de la energía que te mete en el cuerpo. Una tercera que a la vez que
te abraza ronronea como un gatito…Y así, varias. Y todas dan abrazos diferentes, como los perfumes.
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