Cada noche cuando siente que ya no le quedan fuerzas se suelta y sale a ver las estrellas. Imagina
que vuela a su lado y le cuenta historias de princesas y dragones, de gaviotas
que quieren volar, de pastores que buscan tesoros, de príncipes que hablan de amor con
rosas… Imagina que habla con ella, que la hace reír. Que la coge de la mano y
la hace volar. Cada noche siente un
deseo irrefrenable de salir volando a buscarla. De pedirle que vuelva a
iluminar su vida. Pero no lo hace porque tiene las alas rotas.
Cada madrugada cuando nota que recupera fuerzas y siente que
sus alas empiezan a soldar, regresa a la jaula. Cierra la puerta y, dócil, se coloca
dos pesadas cadenas en las alas. Cada
día quiere ir a buscarla, pero las cadenas lo impiden. Se pasa todo el día tirando
de ellas mientras ruge de impotencia. Y así es cada día desde que ella le pidió
que se alejara, porque tenía miedo de que le hiciera daño. Él obedeció. No se
acerca a ella para no herirla. No quiere que tenga miedo. Él quiere que ella
sea feliz. Que disfrute la vida. Que sea libre.
Él es un dragón enamorado de una princesa.
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